martes, 23 de noviembre de 2010

PARTE I, “Sobre el origen de Luisa y su legitimidad confesa”.

De repente, me vi resumiendo mí ahora, el vacío que parecía innecesario por fin adquirió sentido, me confieso plena, más segura que nunca de mis capacidades y en franca paz con mis “defectos”, defectos que no quiero aislar de mi vida porque le otorgan identidad; tengo en definitiva un perfil individual e ineludible. Por órdenes de mamá-gallina me llamaron Ana y a un costado colocaron lo que pensaron, sería un complemento secundario para restarle importancia, pero los años develaron la verdad más honesta: mi nombre real es, Luisa y es tan fuerte, tan sonoro y simultáneamente -tan alcahuete-, que Ana se ha convertido en el elemento incómodo que siempre espera en una esquina con cada encuentro, se detiene, medita un instante, mira de soslayo y casi pierde las esperanzas si en el acto primero no se le menciona. Y no se conforma, sugiere vía telepática revisión de documentos oficiales, propone incertidumbre, se desdobla y se retrae, se contrae; pero Luisa es perversa, sonríe y brillan sus ojos, evade mientras en un acto sincrónico sostiene: Luisa, Luisa Ruiz.
Soy Luisa y Narciso se ha convertido en mi acompañante perpetuo, hoy ejerzo la desfachatez y extraño poco la suavidad, el calor y la empatía que me provoca acariciar un perro, un gato, una cotorra o mirar cómo nada un pez y manotea una tortuga; sin embargo, lúcida y bajo convicción reiterada me sigo perdiendo en el verde intenso de Salomé, la Venus que se mudó a mi ventana.